Rosario Castellanos profundizó en el tema de la condición indígena cuando México intentaba salir del atraso. Sus novelas principales Balún Canán (1957) y Oficio de tinieblas (1964), así como algunos de sus cuentos, describen a fondo los excesos de un sistema clasista que siendo perfectamente visible, era fácil ignorar. El sistema había marginado y seguía marginando al indígena; le había negado los derechos más básicos, y lo seguía haciendo. Le había despojado de la tierra.
La pregunta es ¿qué hemos aprendido de su cátedra, de ese examen de nuestra herencia racista, de esa miopía que nos impidió reconocer la explotación del otro, del más vulnerable? Por siglos la organización económica en Chiapas dependió de la explotación del indígena, y el mal trato y repudio social a éste resultaron en su deshumanización. Despojado de la tierra, desmantelada su estructura social, y cercenada su base religiosa y cultural, el indígena fue excluido del mapa social, reducido sistemáticamente a su rendimiento físico.
Despojo y desplazamiento
En La muerte del tigre, Rosario Castellanos describió el proceso de desculturización de los Bolometic que les convirtió en nómadas y culminó con la pérdida de su esencia humana. Guiados sólo por su instinto de sobrevivencia, los que lograron escapar a la cárcel o a la esclavitud, “buscaron refugio en las estribaciones del cerro. . . [e] iniciaron una vida precaria en la que el recuerdo de las pasadas grandezas fue esfumándose, en la que su historia se convirtió en un manso rescoldo que ninguno era capaz de avivar” (15).
La tribu de los Bolometic ve morir a viejos y niños antes de instalarse en un terreno tan alto donde “la tierra mostraba la esterilidad de su entraña en grietas profundas. Y el agua, de mala índole, quedaba lejos” (17). El sistema se basó en el arrebato y la posesión de la tierra por unos cuantos caciques, por los caxlanes (hombres blancos) y extranjeros protegidos por falsos abogados y por documentos que los indígenas no podían leer. La “ley” fue el arma última del abuso:
En este papel que habla se consigna la verdad. Y la verdad es que todo este rumbo, con sus laderas buenas para sembrar trigo, con sus pinares que han de talarse para abastecimiento de leña y carbón, con sus ríos que moverán molinos, es propiedad de Don Diego Mijangos y Orantes, quien probó su descendencia directa de aquél otro don Diego Mijangos, conquistador, y de los Mijangos que sobrevinieron. (16)
Por otro lado, los Bolometic “habían olvidado el arte de guerrear y no habían aprendido el de argüir”. Era fácil engañarlos, y como tantos otros cayeron presa de los “enganchadores” que alejándolos de sus familias, les transportaron a las tierras bajas con la promesa de trabajo, a sabiendas de que muchos morirían o terminarían atados a deudas en la tienda de raya, deudas que a su muerte pasarían a sus hijos.
En Balún Canán Rosario Castellanos narra la historia de una familia representativa de la clase pudiente de Comitán, Chiapas durante el movimiento de reforma agraria y educativa que intentaba llevar a cabo el gobierno de Lázaro Cárdenas. La servidumbre y los trabajadores del campo viven miserablemente bajo caxlanes y ladinos que les explotan. La iglesia, vista como aliada de la clase en el poder, también tiene un papel alienante en la vida del indígena. Pero además se examinan los motivantes psicológicos y las prácticas que dominaron las relaciones entre los diversos actores sociales en Chiapas, desde hacía siglos.
Relación con la Tierra
Para el indígena el despojo de la tierra es más que un exilio; sin ella se encuentra perdido en un mundo que le es completamente ajeno. La tierra es su patria, es recipiente e inspiración de sus ritos: ritos de fertilidad, de iniciación, de vida, de muerte, y de comunión. La tierra es la madre a donde regresan los hijos y es quien mantiene vivas las memorias y las creencias de todo un pueblo. Sin la tierra, el indio ha sido arrancado de manera total de su esencia; sin la tierra, el hombre es un esclavo de otros. Balún Canán describe así este sentimiento que se cita aquí sólo en parte:
Los que por primera vez nombraron esta tierra la tuvieron entre su boca como
suya. Y era un sabor de mazorca que dobla la caña con su peso. Y era la miel
espesa y blanca de la guanábana. Y la pulpa lunar de la anona. Y la aceitosa semilla
del zapote. Y el lento rezumar del jugo en el tronco herido de la palmera. Pero
también hálito, niebla madrugadora que deja seña de su paso en el follaje.
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Los que por primera vez se establecieron en esta tierra llevaron cuenta de ella
como de un tesoro. La extensión del milperío y las otras cosechas. La zona para la
persecución del ciervo. La encrucijada donde el tigre salta sobre su presa.
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Los que vinieron después bautizaron las cosas de otro modo. Nuestra Señora de
la Salud. Este era el nombre de los días de fiesta que los indios no sabían
pronunciar. Les era ajeno. Como la casa grande. Como la ermita. Como el trapiche.
Los ladinos midieron la tierra y la cercaron. Y pusieron mojones hasta donde les
era posible decir: es mío. Y alzaron su casa sobre una colina favorecida de los
vientos. Y dejaron la ermita allí, al alcance de sus ojos. Y para el trapiche
calcularon una distancia generosa que fue cubriendo, un año añadido al otro año, la
expansión del cañaveral.
El trapiche pesó sobre la tierra después de haber pesado sobre el lomo vencido
de los indios. (192-194)
Marginación
Con la tierra, no sólo se le arrebató el medio de subsistencia sino el derecho a adorar con reverencia la fertilidad que rinde sus frutos de vida. Sin el rito y la comunión sólo queda el alcohol, que embrutece al indio convirtiéndolo en la bestia que el blanco quiere ver en él. Su vida se desenvuelve sin pasado ni futuro. La pérdida de su identidad, de su waigel, su tigre y espíritu protector, el centro que daba sentido a su vida es la pérdida de su conexión con el todo inseparable. El indígena perdió su lugar en ese universo y con él lo que le otorgaba dignidad, y un propósito de vida. Con la tierra perdió su rostro, su voz y sus raíces, emigró a las ciudades y luego al Norte. Y es claro que en todo esto hay una gran enseñanza, pero la pregunta es, ¿qué hemos aprendido?
En Oficio de tinieblas se narra así la el sentimiento de alienación y de exilio:
Grupos de indios ateridos se acurrucan en torno a la fogata. Sus jacales no los defienden lo bastante de la intemperie y buscan este calor breve y huidizo, y la compañía y la conversación. Alguno saca de entre sus ropas una flauta de caña labrada torpemente. Música de pastor que entretiene sus soledades, balbuceo de una raza que ha perdido la memoria. Los demás escuchan a ratos. Lejos, la mujer que muele el maíz suspende su tarea, absorta en el ensueño que la libera un instante del cansancio y de la rutina embrutecedora. (143)
La noción de barbarie asociada tradicionalmente con el indio aparece, sí, pero recae en las prácticas de corrupción, abuso e impunidad, en escenas de tortura, sacrificio, y abuso sexual sistemático de mujeres indígenas que Leonardo, el cacique de Oficio de tinieblas, lleva a cabo ayudado por su cómplice, una alcahueta que le facilita preferentemente a las vírgenes indefensas. Impacta el secuestro de la joven madre india, quien es forzada a amamantar a la hija de la patrona, y a dejar morir por ello a su propio recién nacido, para luego ser rechazada por los suyos.
Claramente se subraya el oscurantismo generalizado de una sociedad que carece de conciencia frente al abuso de la ignorancia, la debilidad y la ingenuidad del indio; éste, a quien como a los Bolometic, “siglos de sumisión” le habían “deformado” (17), le habían acostumbrado a la miseria. Y sin embargo, no estamos frente a seres mitificados para la museografía, pues en un medio así, también los indígenas son capaces de actos brutales, como el de dar muerte al sacerdote que se atrevió a destruir sus ídolos, de arrojar de su casa a una mujer por ser estéril, y de rechazar a uno de su propia raza, emboscarlo y darle muerte o cortarle las manos como a un traidor.
Sobre la educación
Las obras apuntan ante todo hacia la importancia de la educación y denuncian el acto de arrebatar al indígena la voz. Porque para Rosario Castellanos la lengua es el elemento esencial de una cultura y la garantía de su preservación. Así, en Balún Canán, la india recuerda: “–Y entonces, coléricos, nos desposeyeron, nos arrebataron lo que habíamos atesorado: la palabra, que es el arca de la memoria”. (9) Castellanos, ella misma una maestra, ve la educación como un paso necesario en la restitución al indígena, una manera de regresarle la palabra, el centro de la identidad cultural, la que a su vez da al sujeto un derecho de igualdad. Un pasaje de Balún Canán reitera la idea, cuando Felipe participa en la construcción de la escuela:
Esta es nuestra casa. Aquí la memoria que perdimos vendrá a ser como la doncella rescatada a la turbulencia de los ríos. Y se sentará entre nosotros para adoctrinarnos. Y la escucharemos con reverencia. Y nuestros rostros resplandecerán como cuando da en ellos el alba. (125-126)
También en Oficio de tinieblas, otro indígena, Pedro González Winiktón experimenta la transformación que trae el saber:
Pedro se desvelaba con los ojos fijos en la cartilla de San Miguel, contemplando aquellos signos que lentamente penetraban en su entendimiento. ¡Qué orgullo, al día siguiente, presentarse ante los demás con la lección sabida! ¡Qué emoción descubrir los nombres de los objetos y pronunciarlos y escribirlos y apoderarse así del mundo! ¡Qué asombro cuando escuchó, por primera vez, ‘hablar el papel’! (58)
Sin embargo, la ley cardenista que ordena educar al indígena amenaza el equilibrio de un sistema lucrativo de explotación humana, para cuyo éxito depende de la ignorancia del oprimido, como se ve en la reacción de César, el cacique de Balún Canán, ante el mandato presidencial de educar a los indios:
Hay que cuidarlos para que no pidan lo que no les conviene. ¡Ejidos! Los indios no trabajan si la punta del chicote no les escuece en el lomo. ¡Escuela! Para aprender a leer. ¿A leer qué? Para aprender español. Ningún ladino que se respete condescenderá a hablar en español con un indio. (188)
Han pasado más de cincuenta años desde la publicación de la primera gran novela de Rosario Castellanos. En ella y en toda su obra participó en el diálogo sobre los grandes problemas de México y sus raíces; problemas como la marginación del indígena, el derecho a la educación, el abuso del poder, la corrupción, la necesidad de justicia, la pobreza y el desplazamiento, entre otros. Cincuenta años y una Revolución después los temas que le preocuparon siguen siendo actuales, aunque su perspectiva humana no pudo ser más profunda.