Persiste un hondo recuerdo en mi memoria
que tiene la pureza de un diente de ajo,
el travieso olor de la pimienta y el comino,
y la picante intensidad del chile y la cebolla.
Es la imagen de dos pequeños rostros expectantes,
que asomados al cráter poroso de un anciano molcajete,
atentos siguen el vaivén de un tejolote,
y esperan divertidos la inmolación de un jitomate.
Las manos de mi madre hacían música majando hambres;
con brazos poderosos castigaban masa informe
que reaparecía en sorprendente vianda de tortillas vaporosas,
uniformes y tersas como su joven frente.
Diestras y temibles frente al fogón,
manejaban leños bajo un comal candente,
y multiplicándose en entretenido concierto,
palmeaban, molían, meneaban y acariciaban virtuosas.
Rodeadas de granos, especias y semillas varias,
cuatro manitas novicias, torpes y afanosas,
despertaban a la vida espulgando las piedrecillas de los frijoles,
y adivinando en su suave caricia el alma y la poesía de cada forma.
Qué deliciosa aventura de colores y zumos singulares,
de cuerpos y sustancias seductores,
de jugosas experiencias sensoriales,
de extranos hechizos que hacen de lo cotidiano ensueño.
En aquella vivaz sinfonía de texturas y aromas,
inmolando formas, invocando risas, extrayendo esencias,
al son de un rústico molcajete que anuncia la fiesta feliz de mediodía,
mi niñez se inicia amando los frutos y la magia de una tierra fecunda y generosa.
A las mujeres cuya magia ha alimentado naciones
Ocoxal